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martes, 15 de febrero de 2011

Suicidas IV


De pibito, soltarse de la rama alta del olmo del patio de la casa de la abuela era un desafío. Daba una mezcla no homogénea de ganas y temor a la vez. Un raspón en la mano. El aire en la jeta cortando el aliento. El golpe contra el suelo. La rodada llenándose de briznas, sentir el olor del pasto recién cortado, ver el cielo en flashes y detenerse al final, varios metros más allá, tan sucio como feliz.

Después pasó el tiempo y alguna noche mientras profundizaba el sueño percibió nuevamente ese estremecimento parecido a una caída que lo despertaba, pero se volvió a dormir como si nada. Las pastillas y el licor lo ayudaban a no sentir.

La mañana en que volvió a soltarse le pareció demasiado bella, y hasta se le planteó un despropósito haberla elegido, pero al instante comprendió que en realidad fué la mañana la que lo eligió a él. No se raspó la palma. Giró en el aire y la brisa le arrebató el resuello. El vértigo seguido del golpe. Una rodada corta para luego quedar en scorzo, oliendo a pasto fresco aunque esta vez la sien se apoyara en cemento y toda la gente esa rodeara su cuerpo y un perro lo olisqueara y lo cubrieran con diarios quizás para no verle los ojos fijos en lo que parecía ser el cielo.