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miércoles, 15 de septiembre de 2010

EL PODER DEL OLVIDO


Empezó con anestesia de los pulpejos de los dedos de las manos. Primero los pulgares, índices y anulares, luego meñiques y mayores. La sensación se extendió a las palmas y a las muñecas. Tocaba y alzaba objetos que no sentía. Y sin sentirlos, manipulaba tenedores, cucharas y cuchillos. Asumió que debería hacer una consulta médica, la que demoró sistemáticamente, evadiendo quizás a sabiendas de lo que esto significaba. Los pies prosiguieron en la evolución lógica del trastorno y caminar se transformó en pisar nubes, pararse parecía flotar y debía mirarse los zapatos puestos para saber que no estaba descalzo.

Hacía ya un mes que vivía solo. En julio la mujer había desaparecido a través de la puerta, dejando apenas su olor y algunas pocas pertenencias simples. No hubo gritos ni reproches, y aunque tuvo ganas de decirle que se quede, sus labios solamente emitieron silencio.

Notó que el vello del pecho y de los brazos, espeso y rizado, se fue raleando y perdiendo brillo. Se caía a mechones pequeños, dejando claros bien visibles, como tonsuras. Percibía además la paspadura de los labios como algo molesto que le obligaba a humedecerlos constantemente con la lengua. Su propia voz le resultaba temblorosa y vacilante, y esa mañana al intentar recitar aquel poema de Juarroz, emitió un sonido bitonal desagradable que lo angustió tanto como para no volver a intentarlo.

Un buen día de casi primavera, al querer enjuagarse la cara con sus manos insensibles, alzó la mirada y el espejo del botiquín le devolvió apenas un manchón borroso, de esos parecidos al vaho vaporoso que deja la ducha caliente. Pero esta vez no había ni vaho, ni ducha ni calor. Pensó en alguna de esas lagañas como telitas mucoides que se forman en los ojos las mañanas posteriores al fragor del alcohol. Se los restregó (con sus manos yertas) y no logró más que provocarse ardor. Caminó (con sus piernas mustias) hasta la cama que hasta hace un rato lo había tenido durmiendo, y se tendió allí de costado, en posición fetal. Quiso llorar y le brotaron dos gotones enormes que rodaron por el surco de su nariz y dieron en la comisura de sus labios, penetrando en la boca entreabierta. No sabían a nada. A nada de nada. Sus lágrimas que eran salobres como la orilla del mar, mutaron ahora a una insipidez intolerable.

La mujer despertó espontáneamente. Por alguna circunstancia, el despertador no sonó ni a las seis ni a ninguna hora. Se enroscó, molesta en las sábanas, generando una especie de torbellino, de nudo marinero irresoluble. Quedó mirando hacia la ventana, por donde el sol se filtraba a través de los listones de la persiana en forma de haces divergentes que dejaban ver pelusitas brillantes por centenas. Bostezó y se estiró haciendo chasquear la columna vertebral. Se tendió de espaldas y fijó la mirada en el cielorraso blanquísimo sin pensar en nada más que en esa blancura. Por la noche había llorado, pero en la cara no le quedaba más que el surco oscuro del rimel. Se sintió extraña pero bien. Antigua pero contenta. Se sintió libre. Libre del recuerdo del hombre aquel al que se propuso olvidar en forma sistemática. Libre sin recordar sus manos ni sus dedos, ni sus pies cálidos, ni su andar sereno. Libre de recostarse en el pecho frondoso y de besar sus besos de perfil. Libre de escuchar poemas verticales recitados con voz templada.

domingo, 12 de septiembre de 2010

INCISIVA (Y CANINA)



Muchas cosas han pasado desde que estamos aquí

Muchas armas a mi lado, esto no es para mí…

(Spinetta)





La tipa caminó despacio como si le doliera (o yo imaginé que en realidad sentía algo muy similar al dolor), achinaba los párpados y arrastraba los pies. La valija también la arrastraba. La tipa amagaba cantar algo emitiendo apenas sonidos entredientes. La veía ir de un lado al otro portando su semiempeño por ignorarme. Juntaba todo, hasta los trapos más inservibles. La guita, los papeles, algunos libros. Limpiaba los manchones del piso a baldazos que por momentos me salpicaban tupido. Dejaba sonar insistente al teléfono. Dejaba sonar a la radio con su andanada de música litoraleña. Dejaba todo mientras me dejaba a mí, con mis ojos vidriosos de ya casi ni ver. Con mis ojos de intentar decir algo en sistema morse. De relampaguear furia. De chorrear una viscosidad salada que se derramaba. De pronto se toparon nuestras miradas y creo que por eso se tropezó y de seguro también por eso lanzó una puteada contra mí y sobre todo contra todo lo que yo le había jodido la vida. Fue la última relación que tuvimos antes de que se despidiera y me dejara sangrando abotonado al tramontina que un rato antes me había hundido en el tórax.