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jueves, 23 de diciembre de 2010

Los ojos del pibe eran grises

Los ojos del pibe eran grises

como de metal azul desteñido.

Eran un pozo abierto en la tarde

donde siglos de nombres rodaban

y caían y chillaban

desfigurándose al golpear

contra las paredes del abismo

tal como si fuesen monedas (o silbidos)

Los ojos se le hacían niebla y pasto. Roca y viento.

Se entreveraban con el mundo,

con los tachos de basura y los puestos de flores

y las patas descalzas de los nenes pobres.

Se iban sin querer hacia donde sonaba la música

y la gente reía o fumaba

o simplemente movía las piernas al compás.

Los ojos le crecían o se le achinaban,

fijos en la ventana o en la calle

o en vaya a saber qué cosa.

Pero se volvieron otros ojos, menos ciegos

cuando la mano de ella rozara las suyas

anunciando su presencia allí

(aunque su perfume ya la hubiera delatado)

miércoles, 22 de diciembre de 2010

La inundacion


El año seiscientos de la vida de Noé, en el mes segundo, a los diecisiete días del mes, aquel día fueron rotas todas las fuentes del grande abismo, y las cataratas de los cielos fueron abiertas, y hubo lluvia sobre la tierra cuarenta días y cuarenta noches

Génesis 7:11

Año 1977. Vilas y el tenis como deporte masivo. Los nenes de masomenos doce años andaban portando raquetas y pelotitas. Usando palabras anglosajonas como smash, passing shot, drive y otras por el estilo.

Aquel patio era ideal, por lo reparado y por lo umbroso, y por el enorme paredón del fondo, excelente sucedáneo de un frontón. Como el pibito iba al colegio de mañana, la hora de la siesta era ideal para irse al patio y emprenderla contra el contrincante que devolvía todas (todas) las pelotas. Escuchar sisear y golpear. Golpear, sisear y golpear. Golpear, sisear, golpear, golpear, golpear, golpear. Más seco el golpe, más placer. Golpear, golpear, golpear.

La geografía trelewense básica decía que la pared era eso nomás una pared, un tabique, un septo divisor. Del otro lado, el lecho nupcial de la familia Pérez. La cabecera con un jesusito impávido con sus pies rodeados por unos ramos de olivo secos que databan del domingo de ramos del 76. Dos cuadros de los hijos mayores, de esos fotocompuestos con tres cabecitas cada uno, sujetos por clavos potentes. Clavos que resistían el golpeteo siestero. Una repisa con elefante que muta su cromismo según la meteorología en tanto porta un billete de mil pesos ley arrollado en la trompa.

El señor y la señora Pérez madrugaban mucho, y parte de su placer, creo que consistía en compartir una siesta (uno aprendió, ya viniéndose adulto, de lo sublime de las siestas compartidas). Creo, que el señor y la señora Pérez poseían un aguzado sentido del oído, un umbral acústico extremadamente bajo, una exquisitez tísica para las ondas vibrátiles.

El señor y la señora Pérez avisaron que parece que les incomodaban las prácticas sobre el paredón del fondo. Su quisquillosidad llegó al colmo de hablar con los progenitores del pibito. Los progenitores tomaron el guante y reconvinieron al pibito. Le hablaron de respeto, de tolerancia, de convivencia. Le hablaron de que ya estaba grandecito. Y como estaba grandecito, el pibito sopesó prioridades. Qué era preferible? Que el matrimonio Pérez resignara su siesta o que se perdiera irremediablemente la magnífica posibilidad de mantenerse entrenado y elástico. Ágil y presto. Fuerte y experto en el manejo de la raqueta. No hubo dudas. Ninguna. No, señor.

Los Pérez volvieron a la carga. Querían interponer más palos en la rueda de la historia universal del tenis. Querían mancillar, oprimir, silenciar, reducir al ostracismo al émulo de Borg.

El señor y la señora Pérez eran unos tercos. Tercos de toda terquedad. Irreductibles. Empecinados en su mezquina siesta de morondanga. Incapaces de comprender los engranajes del universo. Esgrimiendo su pobre razón de madrugones y lomos cansados. Blandiendo el dedo admonitor. Levantando la voz para pedir un silencio ilógico y a contramano de la siesta. Retomaron su difamación. Contraatacaron vaya a saber con qué patraña. Con qué odiosa comparación. Con qué degradante versión de los hechos que generara tanto odio en un padre. Tanto que lo impulsara a torcer y cortar la raqueta, pinchar las pelotitas y arrojarlas a un postrer tacho de basura.

Así. Así de triste fue el final de la carrera deportiva del crédito sureño. Del challenger. De la raqueta más promisoria del paralelo 42 para abajo.

El pibito se quedó desolado y amargo. Aprendiendo a paladear lentamente el sabor de la derrota. Se asemejaba a uno de esos personajes sureños post secesión de los libros de Faulkner o de Tennessee Williams. A un Caupolicán anémico, doblegado por el peso del leño. Al mono Gatica caído desde el estribo del 295, agonizando aferrado a los viles muñequitos que servían a la vez para degradarlo y sostenerlo en esa detestable situación. Se parecía cada vez más a él mismo.

El Sapo y el Luneta le trajeron manises sin pelar y jugo Tunquelito. Comieron y bebieron hasta el tope. Eructaron sonoramente y eso les mantuvo el júbilo sólo un ratito.

El Trompo Orfila trajo una raqueta Béliz y propuso renovar el tenis, pero la moción no tuvo quórum. Pucho y el gordo Silva aportaron un par de botines Fulvencito de quince tapones que eran número cuarentaidós y le bailaban feo. El negro Milani no trajo un carajo, pero igual vino, además su hermana tenía un lunar tan bonito en la mejilla que valía la pena que se quedara. Rodi, Tato, y Milton se hicieron los giles.

El gestor de la solución fue el Perro Perea, el de la eterna sonrisa. Trajo planchas de telgopor y unos cañitos de alumino para cortina que se afanó de la prefabricada que construían en el baldío de a la vuelta. Los caños fueron prolijamente retorcidos, doblados de adelante hacia atrás en maniobras sucesivas, usando las rodillas como punto de apoyo. Quedaron así seccionados y con extremos puntiagudos, tipo picos de pato. Y fueron lanzas arrojadas contra el telgopor. Y jugó a ser caballero de la tabla redonda, Ivanhoe y Rolando y uno de los siete pares de Francia y héroe de Roncesvalles. Jugó al príncipe valiente, al cid y los quinientos hijosdalgo. Se alegró durante un buen rato y se olvidó de su condición denostada. Se rió y gritó y hasta creyó ser feliz. Después vino la hora de Titanes en el Ring y cada quien se fue a su casa.

Pero el hallazgo relevante aconteció al otro día. Después de almorzar, el pibito salió al patio y vió los restos de caños tirados por ahí, cerca del duraznero que su viejo estaba regando con la manguera apoyada en suelo y bastante a tiro de la pared medianera con los Pérez, que a su vez ostentaba una sutil grieta meandrosa y oblicua, de arriba hacia abajo y de derecha a izquierda.

Fue tomar un concepto de cada uno de ésos elementos, introducirlos en un cubilete imaginario, zarandearlos y… voilá! Irrumpió la venganza corporizada, el motor del talión, el plan de justicia omnipresente e implacable.

El pico de pato se introdujo fácil en la grieta, en un punto equidistante de sus orígenes. La manguera coaptó perfectamente en el extremo redondo del caño. Luego solamente fué abrir la canilla girándola en sentido antihorario. Unas pocas horas por día unos cuantos días que se volvieron semanas. La puntillosidad en la distribución del vital fluido fue anotada del mismo modo que el preso graba los días en las paredes del calabozo, cada semana en forma de siete palitos verticales tachados por una línea horizontal.

Nada. Nada. Nadie se quejó nunca. No se produjo ningún hecho maravilloso y reparador. Evidentemente la idea no había sido buena y el tiempo seguiría jugando su rol de villano.

Pero no tan pronto, porque ellos golpearon a la puerta una mañana en la que el pibito casi ni se acordaba del origen de su ira ni del plan de venganza (aunque seguía abriendo diariamente la canilla). Los Pérez no parecían enojados sino más bien depresivos. Él era alto y ostentaba una calva lustrosa. Ella era retacona, de pelo reseco y sus ojos divergían como los de un pescado. Pidieron a sus padres que los acompañaran a su casa un momento y él sabía exactamente por qué motivo era. Y su curiosidad era voraz así que se coló detrás de ellos. Quería ver el resultado de su obra.

Ni bien traspuesto el umbral de la casa de los vecinos, el sentido del olfato captaba la advertencia. Mezcla de olor a pata, sábalo y sudor de nalga. Aceite rancio, menstruo, camembert y calzón de vieja. El gradiente del tufo era más que obvio y apuntaba indefectiblemente hacia el dormitorio del matrimonio Pérez. Sus viejos fruncieron el ceño y los Pérez arquearon hacia arriba las cejas al unísono mientras ella hacía una seña con la cabeza rumbeando para allá.

Entraron primero ellos. La vieja del pibito emitió un grito misturando horror, asco y asombro. Don Alfredo detrás. Ya traía arrugada la jeta, pero de algún modo la ajó aún más. Estaba en silencio y tamborileaba los dedos contra el muslo. El pibito los veía de refilón y se coló entre ambos para tornarse un espectador más.

Pensaba que iba a ver algo espantoso se equivocó. Creyó haber generado un monstruo y también se equivocó. Erró los cálculos por mucho. Recordó en ese momento una historia sobre los pilotos del Enola Gay luego de soltar la bomba. Ellos la hicieron volar y después se espantaron de su acto. Ni en sus más exageradas expectativas figuraba lo que vió, tanto que creo que si la estatua de sal lo hubiera contemplado, hubiera vuelto a la vida la mujer de Lot.

La pared en cuestión padecía de una destrucción casi total. En su centro, supuestamente congruyendo con el sitio de inserción del cañito aparecía un cráter del tamaño de una rueda de bici. Tenía bordes anfractuosos y su centro emanaba una espuma algodonosa renegrida y tétrica, que parecía ebullir (en realidad eran bichos bolita y algunos ciempiés enanos). De la periferia al centro se veían ampollas del tamaño de un huevo casero, algunas estalladas y dejando caer su contenido polvoriento, otras hinchadas y tan a punto de reventar que daban miedo. Una capa de tizne oscurísimo cubría todo en tres dimensiones, como una alfombra rala. Cada dos o tres centímetros se veían algunos hoyos pequeños, que por algún efecto visual se agrandaban o achicaban en forma aleatoria (acercándose más, pudo percatarse de que también eran bichos bolita) El clavo del Jesusito estaba oxidado y se ve que había sido clavado en más de una ocasión en las inmediaciones de otros varias posiciones. El elefante había sido invadido por una carpeta verde de pies a lomo y su trompa solamente estaba libre del efecto clorofílico, con su billete mustio y caído por ambos lados. Los ángulos de la habitación mostraban una especie de yeso blando que lucía como yogur más que como yeso. Un tomacorrientes mostraba una estela negra aureolar que debió corresponder a un chispazo monumental. La mesita de luz de doña Pérez había arqueado su tapa y sus patas en tal grado que era un plano inclinado. La de don Pérez estaba volteada como un coloso de Rodas agonizante, dejando ver su obsceno interior de revistas mecánica popular reblandecidas y arrugadas. El zócalo estaba separado de la pared varios centímetros y de la brecha brotaba una especie de espuma amarronada que invadía el piso de madera, cuyos listones se arquearon y divergieron y reblandecieron hasta parecer corcho. El cuadro con las cabecitas, ya imposible de ser colgado, yacía en el piso, también invadido por la espuma negra.

Se escuchaban gotas cayendo, vaya a saber dónde (creo que en el interior hueco y reblandecido de la pared)

Alguien abrió la puerta y el aroma quiso escapar hacia allá, pasando por delante de las narices de todos. La madre del pibito hizo una arcada y don Alfredo solamente dejó escapar un “que lo tiró”. Se fueron en silencio y siguieron en silencio toda la mañana, e incluso toda la tarde. La canilla fue cerrada y fue eliminado escrupulosamente cualquier rastro de tubitos de cortina.

Esa noche el pibe durmió tranquilo en brazos de una Némesis acariciosa y el universo fue un poco más justo que hasta entonces.

lunes, 15 de noviembre de 2010

SUICIDAS III

Le dio asco. Mucho y tupido. Arcadas al llevárselo a la boca y de nuevo al intentar rodearlo con los labios. Lagrimeó y se le inundó la garganta con saliva. Escupió y se dio asco. Se sintió sucia y obscena y cerró los ojos para no presenciar su propio horrible espectáculo en el espejo antes de insistir nuevamente. Pero los abrió en medio de la palpitación y la náusea y fue peor. Peor porque se acordó de cuando jamás lo hubiera intentado. De cuando su vida era sonreír y dejarse amar. De cuando no había espejos ni colchones húmedos ni alcohol de por medio. No pasaron más que unos segundos hasta que se decidió y entonces lo entró hasta el fondo, hasta que le doliera. Y sin temblar, como parte del mismo movimiento, apretó el gatillo y al carajo con todo.

martes, 19 de octubre de 2010

SUICIDAS II


No tenía otros medios y fue así que lo hice. Acorralado por deudas de guita y de tiempo y de ganas y de presencia, se me ocurrió legar lo que nunca me fue propio. Una herencia rasqueteada de vaya a saber dónde, para que al menos por ese acto pudiera perdurar de un mejor modo en la sangre de mi propia sangre.

Contraté el seguro de vida cuatro meses antes. Uno de esos seguros buenos y con póliza alta. En una compañía confiable, pagadora e inobjetable. Un examen de salud pasado al trotecito, trámites bastante sencillos y cuota carísima que en esos meses arrasó con todo cuanto poseía. De más está mencionar que en el momento de designar beneficiarios, apunté a mis hijos.

Lo que sigue fue facilongo, aunque quizás a ustedes no les cause la misma sensación.

La madrugada aquella subirme a la autopista, asegurándome un horario en el que casi nadie circulara, y marchar a velocidad crucero un tiempo nomás, justo el que dura un pucho consumido a pitadas suspirosas. El asfalto deslizándose debajo de mí cada vez más rápido, los postes pasando exactamente así, como postes. La verdad es que creí que cuando llegara el momento exacto, me costaría más decidirme, pero me equivoqué porque llegó, aceleré, extendí los brazos y volqué el volante como para darle de lleno a la columna de hormigón. Era solamente eso. Se empezaba rápido y rápido también se terminaba todo. Estaba feliz de dar lo que nunca había dado.

La verdad es que el golpazo me asustó, pero después de eso ya no me acuerdo de más nada. De más nada hasta hoy, cuando entreabrí los ojos y ví a mis hijos parados ahí nomás, a un estirón de mano (si es que mi mano hubiera podido estirarse). Hice todo el silencio que me permitía el ruido del respirador y los escuché:

-Viejo de mierda, ojalá se hubiera matado en el choque-

lunes, 11 de octubre de 2010

SUICIDAS


El Turco te la vende recontracortada. Menos frula y más tiza y aspirina. En la punta de la lengua en lugar de anestesia te da una sensación amarga que se parece más a bilis que a merca. Una auténtica garcha. Pero es lo que queda después de perder el crédito con todos los punteros. Después de rodar, robar, mentir, llorar, putear, golpear, morfar, dormir, creer, temer. Después de odiar, vomitar, temblar, espiar, huir, chupar, negar, perder. Después de todo eso, entregar los billetes e irse rápido al recoveco de la estación de Ituzaingó a meterse la caspa esa por el naso y sentirla en el fondo. Tragar los cachitos de basura y esperar a que te llegue. Es un instante de incertidumbre, hasta saber cuánta merca de veras habilitó el Turco. Y llega. Y temblás un poco y te viene la paranoia de que alguien te estuviera viendo. Pero ese alguien ya ni te importa. Porque ya no te calienta estar en bolas y sucio. Porque ya ni el hambre te motiva. Ni esforzándote te acordás de si alguna vez amaste. Ni siquiera de cuándo fue la última vez que cogiste. Porque es implacable la mierda esta que te invade y te pudre el cauce de la sangre.

El tren viene aminorando y su luz de cíclope ilumina al ras el andén. La mugre resalta y resaltan los rieles brillando como cobras al acecho. Borrachos y ratas y putas y laburantes y cirujas y vos que te parás y te sentís con ganas de ser feliz, algo que ni por asomo te resulta conocido.

Duro y todo, te das cuenta de lo que ahí va a suceder en unos instantes.

Pita el tren y acelera. Chirria, cruje, bufa. Y vos parado ahí, sintiendo la brisita que se te mete por los tobillos. Y las ganas de sentirte limpio. Y la certeza de cómo conseguirlo. Vos y los rieles y la locomotora que te cumple los deseos de un saque. Poderosa e implacable. Mecánica. Justa.

lunes, 4 de octubre de 2010

LA HÚNGARA (O BABEL)

Afilé una vez con una húngara que terminó engatusándome fiero. Me contó de un nene chiquito que había dejado en Tatabánya y de cómo necesitaba dinero para sostenerlo. Besaba y lloraba, mezclaba lágrimas con roces y me hacía suyo en cada siesta. Le dí todos mis ahorros. A cambio, ella supo conceder bellas cenas con libamáj casero y copita final de pálinka bebido en la cama, donde otra vez se entreveraban las caricias, los besos y las lágrimas para seguir haciéndome inexorablemente suyo.

En las noches de plenilunio, por alguna extraña razón, se le plateaba la cadera. Yo solía despertarme sólo para contemplar el singular espectáculo de su desnudez, su sueño y los rayos de luna anidando en su anca.

Anunció un día que debía retornar a su país, y que la espere, y que volvería pronto. Y que necesitaba más dinero para su hungarito. Me endeudé y malvendí pertenencias. Le entregué hasta lo que no tenía. El beso de despedida empezó con destino de profundo, pero se quedó apenas en un roce de labios. Luego, jamás dio noticias. No llamó. No escribió. Se esfumó con mi dinero (que a esa altura de la “suaré” era lo que menos me importaba) y con un tesoro armado de caricias y recuerdos. Lloré hasta quedarme seco. Me partí en dos. Me abandoné un poco al alcohol y un poco más al trabajo. Me enceguecí y por último le hice un callo al alma. Pero no pude evitar recordarla cada siesta.

Terminaron pasando varios quinces de marzo hasta dar con Tódor. Ese año me llegué hasta un bolichín en San Isidro, donde regularmente se reúnen algunos magiares a jugar al ajedrez tal como si estuvieran en los baños de Széchenyi.

Después de que me hubieran escudriñado como el forastero que era, me le acerqué.

Sabía por alguna referencia que la conocía. No quise ni siquiera enterarme si en lugar de siestas, había compartido madrugadas o mañanas con él. El tipo era un hombrote parco de ojos pequeños y ocultadores. Creo que le molestó que le preguntara así de directamente por ella, justo después de mi atravesado y extranjerísimo csókolom. Me pareció que esperaba que anduviera con más rodeos, que esperara los tiempos justos. Creo que a él también lo cagó con guita, o con afectos. Me miró con esas minucias de ojos, se devoró cinco o seis pogácsas como con bronca mientras decía algunas cosas en húngaro que yo no comprendí, aunque identifiqué varias veces la palabra "kurva", que yo si entendía.

Terminé anoticiándome de que está presa allá por regentear el juego clandestino. Que no tiene niños. Y que lo que yo le entendí como "hungarito" en realidad era "un garito" que había montado en plena avenida Andrássy, ahí nomás de la rendörség. Y que enganchó varios giles acá. Y que no le remuerde la conciencia. Después de contarme esto, volvió a sumergirse en el ajedrez y en los bollitos de manteca. Creo que ni me miró. Me pareció adivinarle en los ojos el brillo que solamente dan las lágrimas.

Saludé apenas con un visaje que nadie respondió y me fui a la calle. Caminé hasta Maipú para tomar el 168 a la vez que puteaba contra mi zoncera y las ancas plateadas de la húngara, pero sobre todo contra los vericuetos de los idiomas y los jodidos constructores de la torre de Babel.

miércoles, 15 de septiembre de 2010

EL PODER DEL OLVIDO


Empezó con anestesia de los pulpejos de los dedos de las manos. Primero los pulgares, índices y anulares, luego meñiques y mayores. La sensación se extendió a las palmas y a las muñecas. Tocaba y alzaba objetos que no sentía. Y sin sentirlos, manipulaba tenedores, cucharas y cuchillos. Asumió que debería hacer una consulta médica, la que demoró sistemáticamente, evadiendo quizás a sabiendas de lo que esto significaba. Los pies prosiguieron en la evolución lógica del trastorno y caminar se transformó en pisar nubes, pararse parecía flotar y debía mirarse los zapatos puestos para saber que no estaba descalzo.

Hacía ya un mes que vivía solo. En julio la mujer había desaparecido a través de la puerta, dejando apenas su olor y algunas pocas pertenencias simples. No hubo gritos ni reproches, y aunque tuvo ganas de decirle que se quede, sus labios solamente emitieron silencio.

Notó que el vello del pecho y de los brazos, espeso y rizado, se fue raleando y perdiendo brillo. Se caía a mechones pequeños, dejando claros bien visibles, como tonsuras. Percibía además la paspadura de los labios como algo molesto que le obligaba a humedecerlos constantemente con la lengua. Su propia voz le resultaba temblorosa y vacilante, y esa mañana al intentar recitar aquel poema de Juarroz, emitió un sonido bitonal desagradable que lo angustió tanto como para no volver a intentarlo.

Un buen día de casi primavera, al querer enjuagarse la cara con sus manos insensibles, alzó la mirada y el espejo del botiquín le devolvió apenas un manchón borroso, de esos parecidos al vaho vaporoso que deja la ducha caliente. Pero esta vez no había ni vaho, ni ducha ni calor. Pensó en alguna de esas lagañas como telitas mucoides que se forman en los ojos las mañanas posteriores al fragor del alcohol. Se los restregó (con sus manos yertas) y no logró más que provocarse ardor. Caminó (con sus piernas mustias) hasta la cama que hasta hace un rato lo había tenido durmiendo, y se tendió allí de costado, en posición fetal. Quiso llorar y le brotaron dos gotones enormes que rodaron por el surco de su nariz y dieron en la comisura de sus labios, penetrando en la boca entreabierta. No sabían a nada. A nada de nada. Sus lágrimas que eran salobres como la orilla del mar, mutaron ahora a una insipidez intolerable.

La mujer despertó espontáneamente. Por alguna circunstancia, el despertador no sonó ni a las seis ni a ninguna hora. Se enroscó, molesta en las sábanas, generando una especie de torbellino, de nudo marinero irresoluble. Quedó mirando hacia la ventana, por donde el sol se filtraba a través de los listones de la persiana en forma de haces divergentes que dejaban ver pelusitas brillantes por centenas. Bostezó y se estiró haciendo chasquear la columna vertebral. Se tendió de espaldas y fijó la mirada en el cielorraso blanquísimo sin pensar en nada más que en esa blancura. Por la noche había llorado, pero en la cara no le quedaba más que el surco oscuro del rimel. Se sintió extraña pero bien. Antigua pero contenta. Se sintió libre. Libre del recuerdo del hombre aquel al que se propuso olvidar en forma sistemática. Libre sin recordar sus manos ni sus dedos, ni sus pies cálidos, ni su andar sereno. Libre de recostarse en el pecho frondoso y de besar sus besos de perfil. Libre de escuchar poemas verticales recitados con voz templada.

domingo, 12 de septiembre de 2010

INCISIVA (Y CANINA)



Muchas cosas han pasado desde que estamos aquí

Muchas armas a mi lado, esto no es para mí…

(Spinetta)





La tipa caminó despacio como si le doliera (o yo imaginé que en realidad sentía algo muy similar al dolor), achinaba los párpados y arrastraba los pies. La valija también la arrastraba. La tipa amagaba cantar algo emitiendo apenas sonidos entredientes. La veía ir de un lado al otro portando su semiempeño por ignorarme. Juntaba todo, hasta los trapos más inservibles. La guita, los papeles, algunos libros. Limpiaba los manchones del piso a baldazos que por momentos me salpicaban tupido. Dejaba sonar insistente al teléfono. Dejaba sonar a la radio con su andanada de música litoraleña. Dejaba todo mientras me dejaba a mí, con mis ojos vidriosos de ya casi ni ver. Con mis ojos de intentar decir algo en sistema morse. De relampaguear furia. De chorrear una viscosidad salada que se derramaba. De pronto se toparon nuestras miradas y creo que por eso se tropezó y de seguro también por eso lanzó una puteada contra mí y sobre todo contra todo lo que yo le había jodido la vida. Fue la última relación que tuvimos antes de que se despidiera y me dejara sangrando abotonado al tramontina que un rato antes me había hundido en el tórax.

jueves, 19 de agosto de 2010

LLUEVE


Llueve en el alma y en las ganas.

Llueve en las pestañas de la tarde

y en la sombra del intento.

Gruesas gotas de lluvia agria

llueven con tenacidad de hormiga.

Y se empapa y se moja y chorrea

el inverso corazón de los que sufren,

y el de los oscuros y el de los heridos

y el de los nunca recordados.

Con la furia de la bestia cae el agua

arrastrando cuanto queda.

Las quimeras, los recuerdos

y los nombres de los nombres

susurrados en secreto.

Agua nomás en el cordón de la vereda.

Turbia y tumultuosa. Negra.

martes, 20 de julio de 2010

La borra de café

Algunos años atrás solía yo sentarme a leer y tomarme al hilo un par de cafecitos en lo del gallego Láinez, allá por la avenida Velez Sársfield al fondo, cerca de Iriarte, lindando con los galpones y las vías y el asfalto destrozado. El bar era bastante inmundo, con sillas thonet y mesas recontramarcadas por los dados, las navajitas, los tamborileos de los dedos y los derrames de fluidos. La mía estaba justo cerca de la ventana, custodiada por el pringue de las cortinas y la pelusita adherida a la grasa inmemorial. Desde ahí se podía otear la lontananza de ambas calles y, volteando la cabeza, discernir el fondo neblinoso del bar.

La verdad es que yo no se cuándo ni cómo apareció. Tampoco sé de la artera forma en que la turca convenció al gallego. Pero el hecho es que la dejó instalarse en una mesa alejada, donde la pared lucía un martillo pronunciado, justo antes de anunciar el ingreso a los baños. Su presencia ni siquiera se adivinaba, a no ser por el cartelito pegado en la barra del mostrador. “Lectura de la borra del café”, rezaba con tipografía de birome bic azul de trazo grueso.

Los changarines y los canillitas de la zona no le pasaban bolilla alguna. Los viejos del barrio tampoco. La tipa se sentaba y esperaba pacientemente. Cada tanto, algún forastero se le arrimaba. Los clientes no eran muchos, pero tampoco pocos. A diez pesos por lectura parece que la jornada de varias horas le alcanzaba para juntar unos manguitos. Yo aprendí a junarle los ojos moros en mis idas al baño. A escucharla silbar tangos y chacareras. A contemplar el naufragio de los billetes de a diez en la marea de sus tetas. A verle cruzar las gambas y hacer rozar entre sí las medias de red. A olerla con su aroma a perfume barato del catálogo de Avon. Del bolsito colgado de la silla alguna vez entreví un ejemplar de “cuentos para leer sin rimmel”. Ella tomaba dos o tres ginebras en todo su horario. Las bebía empinando como los que saben tomar, de un saque y apretando los párpados. Ella me intrigaba.

Mistura rara la de una mina oscura leyendo los oscuros destinos de la gente oscura en una oscura mesa de un oscuro cafetín de un barrio más oscuro aún. Ahí nada iluminaba a nadie. Nada a excepción de la luminosidad de la esperanza de que las predicciones fueran ciertas. De que por ventura el guiño del ojo tinto o la caricia de la voz enginebrada, dijeran una verdad tan distinta de la de tiznarse día a día las manos y quizás las almas al hombrear fardos de diarios.

Pasaban las semanas y yo no me le animaba. Iba al baño y cruzábamos las retinas. Volvía al salón e intercambiábamos suspiros. No me atrevía a sentarme a su mesa. Quería pero no le llevaba el resto micropuntillado de mi café. Quizás temiera que me anunciara una desgracia extrema. O una alegría que acicateara mis días. Tal vez temblaba por lo obvio a descubrir en el recoveco de mi alma. O no. Nada de eso. A lo que le temía era a ser estafado. A que se rieran de mí. A ceder a lo que no se ciñe al método científico (y, peor aún, a creerlo).

Cada tanto, los días decisivos se nos cruzan en el camino, tropezamos con ellos, nos enredamos las patas y luego de tambalearnos un poco nos vamos de bruces. Cada tanto llueve en Buenos Aires los julios de los años impares y ese día el bar se hallaba poco poblado. Se oía el eco del choque del metal de las cucharitas contra la loza de los pocillos y escuchar la conversación monocorde de los fleteros afincados en la barra. Como fondo, afuera retumbaba el fragor de la lluvia.

De camino rumbo al baño le zarandeé una mirada a la adivina, que la abarajó y la devolvió con la intensidad de la pasante de Baudelaire. Una mirada que atizó las brasas de mis ganas y luego me heló la sangre. Meé y al lavarme las manos me ví al espejo. Aún entre los manchones crónicos del vidrio emergía mi cara de nada insistiendo con la vieja idea de hablarle, de dejarme investigar el futuro, de entregarme a su honda visión de trépano. De ser propiedad de alguien aunque más no fuera por un rato y de ese modo. Cuando pasé de nuevo no la miré y fui directamente hasta mi mesa. De parado nomás bebí lo que quedaba de café en mi taza, con cuidado de dejar un resto útil. Taza y platito en mano, me dirigí hasta su mesa. Volvimos a entrecruzar miradas y me entregó una sonrisa con ademán adjunto para que me sentara, cosa que hice. El corazón cabalgando desbocado, y el complejo taza-platito-cuchara retintineando por el tembleque.

Ella estiró su mano y yo deposité los diez pesitos consabidos, que en un movimiento veloz fueron a parar al abismo de su escote. Luego todo fue mágico. Me dejé llevar y se disipó mi temor a ser embaucado. No dijo muchas palabras, pero doy fé de que fueron las predicciones más serias, verdaderas, significantes y trascendentes en mi vida. Mi opinión sobre augures, adivinas, sibilinas, oráculos, arúspices, zahoríes, druidas y vaticinadoras cambió radicalmente desde ese magnífico día en que el sol de la credulidad iluminó a la tiniebla del escepticismo.

Ella se concentró haciendo girar la borra con movimientos circulares tenues. La mirada fija, las piernas cruzadas, los hombros morenos, los pómulos duros, el silencio blando. Luego, apoyó la taza en la mesa y me tomó la mano derecha con las dos suyas. Me miró a la cara y soltó su certera e inapelable predicción:

-Pibe, hoy vas a perder diez mangos-

sábado, 17 de julio de 2010

CARTA


Mi muy estimada señorita del hombro izquierdo con pecas:

Quisiera decirle a través de la presente que, luego del viaje que hubimos compartido en la tercera fila de asientos del interno cuarenta y seis de la línea noventa y dos en la mañana del ventidós de agosto próximo pasado, he quedado perdidamente enamorado de usted.

Habiendo yo ascendido en la intersección de las avenidas Rivadavia y Lacarra y en oportunidad de encontrarse el antedicho colectivo abarrotado de ocasionales pasajeros que rozaban entre si y conmigo sus espaldas y/u otras áreas de sus anatomías, percibí su presencia con el rabillo del ojo, acto que motivara mi giro y posicionamiento cercano a su asiento.

Luego de algunos minutos de travesía (aún desconozco si resulta más adecuado medir la duración de los viajes en ómnibus en términos de cuadras recorridas) y cuando llegamos a la placita de Avellaneda y Cálcena, el señor del sobretodo gris topo se incorporó emprendiendo su destino de descenso por puerta trasera, permitiéndome acomodarme a su lado, luego de que usted se corriera levemente para quedar cerca de la ventanilla y recuerdo que en ese sutil movimiento se levantó algo del aroma que supongo que ronda su piel y que siendo las quince horas del día cuatro de septiembre aún me invade las narices.

Algunas cuadras después (o minutos, insisto en mi duda) cuando me propuse entregarme a la lectura de Bartleby, usted comenzó a inmiscuirse en mis ganas y las páginas se me tornaron imposibles dado que las pecas tenues de su hombro eran cada vez más mi objetivo y más lejana e indeseable se me volvía aquella frase de "preferiría no hacerlo".

Usted miraba el horizonte y las gentes y las vidrieras y yo, por carácter transitivo, las veía mirándola a usted.

Pero la vida es cruel y llegó la esquina de Billinghurst y las Heras y usted emitió un "permiso" en un susurro que aún me gusta de su voz. Y la vi enfilar hacia Ortiz de Ocampo con su paso firme y bonito hasta que se cruzó ese Renault rojo y ya dejé de verla para siempre. Luego se sentó una señora escuálida con cartera marrón y yo seguí hasta Retiro con las páginas del libro del viejo Melville firmes allí.

Suyo atentamente:

El tipo de la barba y los anteojos

PD: En el momento de la frenada brusca aquella para cruzar Córdoba, mi brazo derecho rozó su tórax y la supe así de suave como la he imaginado siempre.

miércoles, 14 de julio de 2010

INICIO



Por fin. Un empujón más. Un apronte más. Y al fin una partida. No quiero otra cosa más que un inicio. Un inicio moderado, como el del copo de nieve, que solamente quiere quedar en copo sin pretender un alud. Me masco lento la medialuna mirando por la ventana de este bar y me pienso en un rato pensando. Me visto de mi propia inercia. Me la sacudo y apenas si puedo conmigo. Me pesan las ganas y también la falta de ellas. No quiero ser original. Nada me gusta más que confundirme entre los oscuros, que aborrecerme en silencio. "Spleen" es la palabra. Hastío, hartazgo, desgano. Escribiré algo cuando me plazca. No esperen otra cosa que sandeces, que morralla. No vengan a abrevar inteligencia, sino estupidez humana (purísima, se los aseguro). Eso si, los que vengan a buscar esupidez en abundancia, también quedarán sedientos, pues en definitiva, la consumación a medias tintas es lo mío. La inconclusión perfecta, la ausencia de moraleja. La sequedad. La resequedad.