Algunos años atrás solía yo sentarme a leer y tomarme al hilo un par de cafecitos en lo del gallego Láinez, allá por la avenida Velez Sársfield al fondo, cerca de Iriarte, lindando con los galpones y las vías y el asfalto destrozado. El bar era bastante inmundo, con sillas thonet y mesas recontramarcadas por los dados, las navajitas, los tamborileos de los dedos y los derrames de fluidos. La mía estaba justo cerca de la ventana, custodiada por el pringue de las cortinas y la pelusita adherida a la grasa inmemorial. Desde ahí se podía otear la lontananza de ambas calles y, volteando la cabeza, discernir el fondo neblinoso del bar.
La verdad es que yo no se cuándo ni cómo apareció. Tampoco sé de la artera forma en que la turca convenció al gallego. Pero el hecho es que la dejó instalarse en una mesa alejada, donde la pared lucía un martillo pronunciado, justo antes de anunciar el ingreso a los baños. Su presencia ni siquiera se adivinaba, a no ser por el cartelito pegado en la barra del mostrador. “Lectura de la borra del café”, rezaba con tipografía de birome bic azul de trazo grueso.
Los changarines y los canillitas de la zona no le pasaban bolilla alguna. Los viejos del barrio tampoco. La tipa se sentaba y esperaba pacientemente. Cada tanto, algún forastero se le arrimaba. Los clientes no eran muchos, pero tampoco pocos. A diez pesos por lectura parece que la jornada de varias horas le alcanzaba para juntar unos manguitos. Yo aprendí a junarle los ojos moros en mis idas al baño. A escucharla silbar tangos y chacareras. A contemplar el naufragio de los billetes de a diez en la marea de sus tetas. A verle cruzar las gambas y hacer rozar entre sí las medias de red. A olerla con su aroma a perfume barato del catálogo de Avon. Del bolsito colgado de la silla alguna vez entreví un ejemplar de “cuentos para leer sin rimmel”. Ella tomaba dos o tres ginebras en todo su horario. Las bebía empinando como los que saben tomar, de un saque y apretando los párpados. Ella me intrigaba.
Mistura rara la de una mina oscura leyendo los oscuros destinos de la gente oscura en una oscura mesa de un oscuro cafetín de un barrio más oscuro aún. Ahí nada iluminaba a nadie. Nada a excepción de la luminosidad de la esperanza de que las predicciones fueran ciertas. De que por ventura el guiño del ojo tinto o la caricia de la voz enginebrada, dijeran una verdad tan distinta de la de tiznarse día a día las manos y quizás las almas al hombrear fardos de diarios.
Pasaban las semanas y yo no me le animaba. Iba al baño y cruzábamos las retinas. Volvía al salón e intercambiábamos suspiros. No me atrevía a sentarme a su mesa. Quería pero no le llevaba el resto micropuntillado de mi café. Quizás temiera que me anunciara una desgracia extrema. O una alegría que acicateara mis días. Tal vez temblaba por lo obvio a descubrir en el recoveco de mi alma. O no. Nada de eso. A lo que le temía era a ser estafado. A que se rieran de mí. A ceder a lo que no se ciñe al método científico (y, peor aún, a creerlo).
Cada tanto, los días decisivos se nos cruzan en el camino, tropezamos con ellos, nos enredamos las patas y luego de tambalearnos un poco nos vamos de bruces. Cada tanto llueve en Buenos Aires los julios de los años impares y ese día el bar se hallaba poco poblado. Se oía el eco del choque del metal de las cucharitas contra la loza de los pocillos y escuchar la conversación monocorde de los fleteros afincados en la barra. Como fondo, afuera retumbaba el fragor de la lluvia.
De camino rumbo al baño le zarandeé una mirada a la adivina, que la abarajó y la devolvió con la intensidad de la pasante de Baudelaire. Una mirada que atizó las brasas de mis ganas y luego me heló la sangre. Meé y al lavarme las manos me ví al espejo. Aún entre los manchones crónicos del vidrio emergía mi cara de nada insistiendo con la vieja idea de hablarle, de dejarme investigar el futuro, de entregarme a su honda visión de trépano. De ser propiedad de alguien aunque más no fuera por un rato y de ese modo. Cuando pasé de nuevo no la miré y fui directamente hasta mi mesa. De parado nomás bebí lo que quedaba de café en mi taza, con cuidado de dejar un resto útil. Taza y platito en mano, me dirigí hasta su mesa. Volvimos a entrecruzar miradas y me entregó una sonrisa con ademán adjunto para que me sentara, cosa que hice. El corazón cabalgando desbocado, y el complejo taza-platito-cuchara retintineando por el tembleque.
Ella estiró su mano y yo deposité los diez pesitos consabidos, que en un movimiento veloz fueron a parar al abismo de su escote. Luego todo fue mágico. Me dejé llevar y se disipó mi temor a ser embaucado. No dijo muchas palabras, pero doy fé de que fueron las predicciones más serias, verdaderas, significantes y trascendentes en mi vida. Mi opinión sobre augures, adivinas, sibilinas, oráculos, arúspices, zahoríes, druidas y vaticinadoras cambió radicalmente desde ese magnífico día en que el sol de la credulidad iluminó a la tiniebla del escepticismo.
Ella se concentró haciendo girar la borra con movimientos circulares tenues. La mirada fija, las piernas cruzadas, los hombros morenos, los pómulos duros, el silencio blando. Luego, apoyó la taza en la mesa y me tomó la mano derecha con las dos suyas. Me miró a la cara y soltó su certera e inapelable predicción:
-Pibe, hoy vas a perder diez mangos-