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martes, 19 de octubre de 2010

SUICIDAS II


No tenía otros medios y fue así que lo hice. Acorralado por deudas de guita y de tiempo y de ganas y de presencia, se me ocurrió legar lo que nunca me fue propio. Una herencia rasqueteada de vaya a saber dónde, para que al menos por ese acto pudiera perdurar de un mejor modo en la sangre de mi propia sangre.

Contraté el seguro de vida cuatro meses antes. Uno de esos seguros buenos y con póliza alta. En una compañía confiable, pagadora e inobjetable. Un examen de salud pasado al trotecito, trámites bastante sencillos y cuota carísima que en esos meses arrasó con todo cuanto poseía. De más está mencionar que en el momento de designar beneficiarios, apunté a mis hijos.

Lo que sigue fue facilongo, aunque quizás a ustedes no les cause la misma sensación.

La madrugada aquella subirme a la autopista, asegurándome un horario en el que casi nadie circulara, y marchar a velocidad crucero un tiempo nomás, justo el que dura un pucho consumido a pitadas suspirosas. El asfalto deslizándose debajo de mí cada vez más rápido, los postes pasando exactamente así, como postes. La verdad es que creí que cuando llegara el momento exacto, me costaría más decidirme, pero me equivoqué porque llegó, aceleré, extendí los brazos y volqué el volante como para darle de lleno a la columna de hormigón. Era solamente eso. Se empezaba rápido y rápido también se terminaba todo. Estaba feliz de dar lo que nunca había dado.

La verdad es que el golpazo me asustó, pero después de eso ya no me acuerdo de más nada. De más nada hasta hoy, cuando entreabrí los ojos y ví a mis hijos parados ahí nomás, a un estirón de mano (si es que mi mano hubiera podido estirarse). Hice todo el silencio que me permitía el ruido del respirador y los escuché:

-Viejo de mierda, ojalá se hubiera matado en el choque-

lunes, 11 de octubre de 2010

SUICIDAS


El Turco te la vende recontracortada. Menos frula y más tiza y aspirina. En la punta de la lengua en lugar de anestesia te da una sensación amarga que se parece más a bilis que a merca. Una auténtica garcha. Pero es lo que queda después de perder el crédito con todos los punteros. Después de rodar, robar, mentir, llorar, putear, golpear, morfar, dormir, creer, temer. Después de odiar, vomitar, temblar, espiar, huir, chupar, negar, perder. Después de todo eso, entregar los billetes e irse rápido al recoveco de la estación de Ituzaingó a meterse la caspa esa por el naso y sentirla en el fondo. Tragar los cachitos de basura y esperar a que te llegue. Es un instante de incertidumbre, hasta saber cuánta merca de veras habilitó el Turco. Y llega. Y temblás un poco y te viene la paranoia de que alguien te estuviera viendo. Pero ese alguien ya ni te importa. Porque ya no te calienta estar en bolas y sucio. Porque ya ni el hambre te motiva. Ni esforzándote te acordás de si alguna vez amaste. Ni siquiera de cuándo fue la última vez que cogiste. Porque es implacable la mierda esta que te invade y te pudre el cauce de la sangre.

El tren viene aminorando y su luz de cíclope ilumina al ras el andén. La mugre resalta y resaltan los rieles brillando como cobras al acecho. Borrachos y ratas y putas y laburantes y cirujas y vos que te parás y te sentís con ganas de ser feliz, algo que ni por asomo te resulta conocido.

Duro y todo, te das cuenta de lo que ahí va a suceder en unos instantes.

Pita el tren y acelera. Chirria, cruje, bufa. Y vos parado ahí, sintiendo la brisita que se te mete por los tobillos. Y las ganas de sentirte limpio. Y la certeza de cómo conseguirlo. Vos y los rieles y la locomotora que te cumple los deseos de un saque. Poderosa e implacable. Mecánica. Justa.

lunes, 4 de octubre de 2010

LA HÚNGARA (O BABEL)

Afilé una vez con una húngara que terminó engatusándome fiero. Me contó de un nene chiquito que había dejado en Tatabánya y de cómo necesitaba dinero para sostenerlo. Besaba y lloraba, mezclaba lágrimas con roces y me hacía suyo en cada siesta. Le dí todos mis ahorros. A cambio, ella supo conceder bellas cenas con libamáj casero y copita final de pálinka bebido en la cama, donde otra vez se entreveraban las caricias, los besos y las lágrimas para seguir haciéndome inexorablemente suyo.

En las noches de plenilunio, por alguna extraña razón, se le plateaba la cadera. Yo solía despertarme sólo para contemplar el singular espectáculo de su desnudez, su sueño y los rayos de luna anidando en su anca.

Anunció un día que debía retornar a su país, y que la espere, y que volvería pronto. Y que necesitaba más dinero para su hungarito. Me endeudé y malvendí pertenencias. Le entregué hasta lo que no tenía. El beso de despedida empezó con destino de profundo, pero se quedó apenas en un roce de labios. Luego, jamás dio noticias. No llamó. No escribió. Se esfumó con mi dinero (que a esa altura de la “suaré” era lo que menos me importaba) y con un tesoro armado de caricias y recuerdos. Lloré hasta quedarme seco. Me partí en dos. Me abandoné un poco al alcohol y un poco más al trabajo. Me enceguecí y por último le hice un callo al alma. Pero no pude evitar recordarla cada siesta.

Terminaron pasando varios quinces de marzo hasta dar con Tódor. Ese año me llegué hasta un bolichín en San Isidro, donde regularmente se reúnen algunos magiares a jugar al ajedrez tal como si estuvieran en los baños de Széchenyi.

Después de que me hubieran escudriñado como el forastero que era, me le acerqué.

Sabía por alguna referencia que la conocía. No quise ni siquiera enterarme si en lugar de siestas, había compartido madrugadas o mañanas con él. El tipo era un hombrote parco de ojos pequeños y ocultadores. Creo que le molestó que le preguntara así de directamente por ella, justo después de mi atravesado y extranjerísimo csókolom. Me pareció que esperaba que anduviera con más rodeos, que esperara los tiempos justos. Creo que a él también lo cagó con guita, o con afectos. Me miró con esas minucias de ojos, se devoró cinco o seis pogácsas como con bronca mientras decía algunas cosas en húngaro que yo no comprendí, aunque identifiqué varias veces la palabra "kurva", que yo si entendía.

Terminé anoticiándome de que está presa allá por regentear el juego clandestino. Que no tiene niños. Y que lo que yo le entendí como "hungarito" en realidad era "un garito" que había montado en plena avenida Andrássy, ahí nomás de la rendörség. Y que enganchó varios giles acá. Y que no le remuerde la conciencia. Después de contarme esto, volvió a sumergirse en el ajedrez y en los bollitos de manteca. Creo que ni me miró. Me pareció adivinarle en los ojos el brillo que solamente dan las lágrimas.

Saludé apenas con un visaje que nadie respondió y me fui a la calle. Caminé hasta Maipú para tomar el 168 a la vez que puteaba contra mi zoncera y las ancas plateadas de la húngara, pero sobre todo contra los vericuetos de los idiomas y los jodidos constructores de la torre de Babel.