Los ojos del pibe eran grises
como de metal azul desteñido.
Eran un pozo abierto en la tarde
donde siglos de nombres rodaban
y caían y chillaban
desfigurándose al golpear
contra las paredes del abismo
tal como si fuesen monedas (o silbidos)
Los ojos se le hacían niebla y pasto. Roca y viento.
Se entreveraban con el mundo,
con los tachos de basura y los puestos de flores
y las patas descalzas de los nenes pobres.
Se iban sin querer hacia donde sonaba la música
y la gente reía o fumaba
o simplemente movía las piernas al compás.
Los ojos le crecían o se le achinaban,
fijos en la ventana o en la calle
o en vaya a saber qué cosa.
Pero se volvieron otros ojos, menos ciegos
cuando la mano de ella rozara las suyas
anunciando su presencia allí
(aunque su perfume ya la hubiera delatado)
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