Powered By Blogger

miércoles, 22 de diciembre de 2010

La inundacion


El año seiscientos de la vida de Noé, en el mes segundo, a los diecisiete días del mes, aquel día fueron rotas todas las fuentes del grande abismo, y las cataratas de los cielos fueron abiertas, y hubo lluvia sobre la tierra cuarenta días y cuarenta noches

Génesis 7:11

Año 1977. Vilas y el tenis como deporte masivo. Los nenes de masomenos doce años andaban portando raquetas y pelotitas. Usando palabras anglosajonas como smash, passing shot, drive y otras por el estilo.

Aquel patio era ideal, por lo reparado y por lo umbroso, y por el enorme paredón del fondo, excelente sucedáneo de un frontón. Como el pibito iba al colegio de mañana, la hora de la siesta era ideal para irse al patio y emprenderla contra el contrincante que devolvía todas (todas) las pelotas. Escuchar sisear y golpear. Golpear, sisear y golpear. Golpear, sisear, golpear, golpear, golpear, golpear. Más seco el golpe, más placer. Golpear, golpear, golpear.

La geografía trelewense básica decía que la pared era eso nomás una pared, un tabique, un septo divisor. Del otro lado, el lecho nupcial de la familia Pérez. La cabecera con un jesusito impávido con sus pies rodeados por unos ramos de olivo secos que databan del domingo de ramos del 76. Dos cuadros de los hijos mayores, de esos fotocompuestos con tres cabecitas cada uno, sujetos por clavos potentes. Clavos que resistían el golpeteo siestero. Una repisa con elefante que muta su cromismo según la meteorología en tanto porta un billete de mil pesos ley arrollado en la trompa.

El señor y la señora Pérez madrugaban mucho, y parte de su placer, creo que consistía en compartir una siesta (uno aprendió, ya viniéndose adulto, de lo sublime de las siestas compartidas). Creo, que el señor y la señora Pérez poseían un aguzado sentido del oído, un umbral acústico extremadamente bajo, una exquisitez tísica para las ondas vibrátiles.

El señor y la señora Pérez avisaron que parece que les incomodaban las prácticas sobre el paredón del fondo. Su quisquillosidad llegó al colmo de hablar con los progenitores del pibito. Los progenitores tomaron el guante y reconvinieron al pibito. Le hablaron de respeto, de tolerancia, de convivencia. Le hablaron de que ya estaba grandecito. Y como estaba grandecito, el pibito sopesó prioridades. Qué era preferible? Que el matrimonio Pérez resignara su siesta o que se perdiera irremediablemente la magnífica posibilidad de mantenerse entrenado y elástico. Ágil y presto. Fuerte y experto en el manejo de la raqueta. No hubo dudas. Ninguna. No, señor.

Los Pérez volvieron a la carga. Querían interponer más palos en la rueda de la historia universal del tenis. Querían mancillar, oprimir, silenciar, reducir al ostracismo al émulo de Borg.

El señor y la señora Pérez eran unos tercos. Tercos de toda terquedad. Irreductibles. Empecinados en su mezquina siesta de morondanga. Incapaces de comprender los engranajes del universo. Esgrimiendo su pobre razón de madrugones y lomos cansados. Blandiendo el dedo admonitor. Levantando la voz para pedir un silencio ilógico y a contramano de la siesta. Retomaron su difamación. Contraatacaron vaya a saber con qué patraña. Con qué odiosa comparación. Con qué degradante versión de los hechos que generara tanto odio en un padre. Tanto que lo impulsara a torcer y cortar la raqueta, pinchar las pelotitas y arrojarlas a un postrer tacho de basura.

Así. Así de triste fue el final de la carrera deportiva del crédito sureño. Del challenger. De la raqueta más promisoria del paralelo 42 para abajo.

El pibito se quedó desolado y amargo. Aprendiendo a paladear lentamente el sabor de la derrota. Se asemejaba a uno de esos personajes sureños post secesión de los libros de Faulkner o de Tennessee Williams. A un Caupolicán anémico, doblegado por el peso del leño. Al mono Gatica caído desde el estribo del 295, agonizando aferrado a los viles muñequitos que servían a la vez para degradarlo y sostenerlo en esa detestable situación. Se parecía cada vez más a él mismo.

El Sapo y el Luneta le trajeron manises sin pelar y jugo Tunquelito. Comieron y bebieron hasta el tope. Eructaron sonoramente y eso les mantuvo el júbilo sólo un ratito.

El Trompo Orfila trajo una raqueta Béliz y propuso renovar el tenis, pero la moción no tuvo quórum. Pucho y el gordo Silva aportaron un par de botines Fulvencito de quince tapones que eran número cuarentaidós y le bailaban feo. El negro Milani no trajo un carajo, pero igual vino, además su hermana tenía un lunar tan bonito en la mejilla que valía la pena que se quedara. Rodi, Tato, y Milton se hicieron los giles.

El gestor de la solución fue el Perro Perea, el de la eterna sonrisa. Trajo planchas de telgopor y unos cañitos de alumino para cortina que se afanó de la prefabricada que construían en el baldío de a la vuelta. Los caños fueron prolijamente retorcidos, doblados de adelante hacia atrás en maniobras sucesivas, usando las rodillas como punto de apoyo. Quedaron así seccionados y con extremos puntiagudos, tipo picos de pato. Y fueron lanzas arrojadas contra el telgopor. Y jugó a ser caballero de la tabla redonda, Ivanhoe y Rolando y uno de los siete pares de Francia y héroe de Roncesvalles. Jugó al príncipe valiente, al cid y los quinientos hijosdalgo. Se alegró durante un buen rato y se olvidó de su condición denostada. Se rió y gritó y hasta creyó ser feliz. Después vino la hora de Titanes en el Ring y cada quien se fue a su casa.

Pero el hallazgo relevante aconteció al otro día. Después de almorzar, el pibito salió al patio y vió los restos de caños tirados por ahí, cerca del duraznero que su viejo estaba regando con la manguera apoyada en suelo y bastante a tiro de la pared medianera con los Pérez, que a su vez ostentaba una sutil grieta meandrosa y oblicua, de arriba hacia abajo y de derecha a izquierda.

Fue tomar un concepto de cada uno de ésos elementos, introducirlos en un cubilete imaginario, zarandearlos y… voilá! Irrumpió la venganza corporizada, el motor del talión, el plan de justicia omnipresente e implacable.

El pico de pato se introdujo fácil en la grieta, en un punto equidistante de sus orígenes. La manguera coaptó perfectamente en el extremo redondo del caño. Luego solamente fué abrir la canilla girándola en sentido antihorario. Unas pocas horas por día unos cuantos días que se volvieron semanas. La puntillosidad en la distribución del vital fluido fue anotada del mismo modo que el preso graba los días en las paredes del calabozo, cada semana en forma de siete palitos verticales tachados por una línea horizontal.

Nada. Nada. Nadie se quejó nunca. No se produjo ningún hecho maravilloso y reparador. Evidentemente la idea no había sido buena y el tiempo seguiría jugando su rol de villano.

Pero no tan pronto, porque ellos golpearon a la puerta una mañana en la que el pibito casi ni se acordaba del origen de su ira ni del plan de venganza (aunque seguía abriendo diariamente la canilla). Los Pérez no parecían enojados sino más bien depresivos. Él era alto y ostentaba una calva lustrosa. Ella era retacona, de pelo reseco y sus ojos divergían como los de un pescado. Pidieron a sus padres que los acompañaran a su casa un momento y él sabía exactamente por qué motivo era. Y su curiosidad era voraz así que se coló detrás de ellos. Quería ver el resultado de su obra.

Ni bien traspuesto el umbral de la casa de los vecinos, el sentido del olfato captaba la advertencia. Mezcla de olor a pata, sábalo y sudor de nalga. Aceite rancio, menstruo, camembert y calzón de vieja. El gradiente del tufo era más que obvio y apuntaba indefectiblemente hacia el dormitorio del matrimonio Pérez. Sus viejos fruncieron el ceño y los Pérez arquearon hacia arriba las cejas al unísono mientras ella hacía una seña con la cabeza rumbeando para allá.

Entraron primero ellos. La vieja del pibito emitió un grito misturando horror, asco y asombro. Don Alfredo detrás. Ya traía arrugada la jeta, pero de algún modo la ajó aún más. Estaba en silencio y tamborileaba los dedos contra el muslo. El pibito los veía de refilón y se coló entre ambos para tornarse un espectador más.

Pensaba que iba a ver algo espantoso se equivocó. Creyó haber generado un monstruo y también se equivocó. Erró los cálculos por mucho. Recordó en ese momento una historia sobre los pilotos del Enola Gay luego de soltar la bomba. Ellos la hicieron volar y después se espantaron de su acto. Ni en sus más exageradas expectativas figuraba lo que vió, tanto que creo que si la estatua de sal lo hubiera contemplado, hubiera vuelto a la vida la mujer de Lot.

La pared en cuestión padecía de una destrucción casi total. En su centro, supuestamente congruyendo con el sitio de inserción del cañito aparecía un cráter del tamaño de una rueda de bici. Tenía bordes anfractuosos y su centro emanaba una espuma algodonosa renegrida y tétrica, que parecía ebullir (en realidad eran bichos bolita y algunos ciempiés enanos). De la periferia al centro se veían ampollas del tamaño de un huevo casero, algunas estalladas y dejando caer su contenido polvoriento, otras hinchadas y tan a punto de reventar que daban miedo. Una capa de tizne oscurísimo cubría todo en tres dimensiones, como una alfombra rala. Cada dos o tres centímetros se veían algunos hoyos pequeños, que por algún efecto visual se agrandaban o achicaban en forma aleatoria (acercándose más, pudo percatarse de que también eran bichos bolita) El clavo del Jesusito estaba oxidado y se ve que había sido clavado en más de una ocasión en las inmediaciones de otros varias posiciones. El elefante había sido invadido por una carpeta verde de pies a lomo y su trompa solamente estaba libre del efecto clorofílico, con su billete mustio y caído por ambos lados. Los ángulos de la habitación mostraban una especie de yeso blando que lucía como yogur más que como yeso. Un tomacorrientes mostraba una estela negra aureolar que debió corresponder a un chispazo monumental. La mesita de luz de doña Pérez había arqueado su tapa y sus patas en tal grado que era un plano inclinado. La de don Pérez estaba volteada como un coloso de Rodas agonizante, dejando ver su obsceno interior de revistas mecánica popular reblandecidas y arrugadas. El zócalo estaba separado de la pared varios centímetros y de la brecha brotaba una especie de espuma amarronada que invadía el piso de madera, cuyos listones se arquearon y divergieron y reblandecieron hasta parecer corcho. El cuadro con las cabecitas, ya imposible de ser colgado, yacía en el piso, también invadido por la espuma negra.

Se escuchaban gotas cayendo, vaya a saber dónde (creo que en el interior hueco y reblandecido de la pared)

Alguien abrió la puerta y el aroma quiso escapar hacia allá, pasando por delante de las narices de todos. La madre del pibito hizo una arcada y don Alfredo solamente dejó escapar un “que lo tiró”. Se fueron en silencio y siguieron en silencio toda la mañana, e incluso toda la tarde. La canilla fue cerrada y fue eliminado escrupulosamente cualquier rastro de tubitos de cortina.

Esa noche el pibe durmió tranquilo en brazos de una Némesis acariciosa y el universo fue un poco más justo que hasta entonces.

No hay comentarios:

Publicar un comentario